Comiendo en tagalo

20 Oct
Aclaratoria: Este post será la excepción de «La vida con palitos», porque no es la costumbre comer con los chopsticks en Filipinas. Durante esta semana la vida fue con tenedor y cuchara.

La comida más importante del día es el desayuno, eso dice medio mundo y sirve para justificar este tosilog, o colesterol extremo a primera hora del día

Soy una confesa adicta a las hamburguesas y a los perros calientes. Hasta recuerdo con verdadera añoranza el carrito de comida chatarra detrás de la bomba Texaco en Las Mercedes. (Nota del autor: seeeeh ya sé que no es más una Texaco).

Pese a mi básico gusto por la comida, y a ser una maracucha que muy tardíamente probó un chivo en coco, me incluyo en la lista de quiénes piensan que la experiencia del viaje pasa por las papilas gustativas. Así, lo único que me he negado a probar es carne de perro, porque, como bien lo escuché decir a un periodista meses atrás, «perro es amigo y yo no como a los amigos».

Para Filipinas la guía turística anticipaba huevos cocidos con embrión de pato, entre otras exquisiteces. La primera noche en Manila sólo pude probar una delicia: papas Pringles, de esas ordinarias que conseguimos en cualquier abasto. Tendría que esperar algunas horas para empezar a entrar seriamente en la cocina filipina.

Pero «seriamente» tiene sus variables. Nada de bichos raros. Para flaqueza de este post al haber pasado la mayor parte de los días en un sitio potencialmente turístico, pensado para extranjeros, lo más incomprensible de la comida fue la nomenclatura.

Desayuné a la típica a diario, o casi a diario. El plato clásico del local para las mañanas iba de arroz, huevos fritos, tortilla de maíz, tomatitos y una variante de proteína que era la que determinaba el nombre del manjar: Tosilog (con tocineta), Tapsilog (con carne), Cornsilog (ternera) y Longsilog (con salchichas, o la criolla, con «longaniza»). Mi favorito fue, sin dudas, el tosilog. No hablemos del colesterol, por favor!

Dejando a un lado esta buena manera de comenzar el día, no tuve mayores oportunidades de probar una sazón propia. Al contrario de otros fogones asiáticos, aquí el sabor me terminaba pareciendo muy familiar. Era fácil sentir el peso español en cada oferta, así guisados y paellas no faltaban en ninguna carta.

A pesar de estar en una playa, al tercer día desistí de los pescados. El red snapper, o guachinango, era el rey de los menús, seguido del lapu-lapu. Ninguno le llega ni a las aletas de una catalana o un lebranche. Sólo miré las langostas para lamentar el destino que compartían con cangrejos y camarones. Inmensas, vivas y en cuenta regresiva, con trajes azul-grana que relucían de lejos en las mesas llenas de hielo que les servían de vitrinas.

Siendo el principal exportador de cocos del mundo, no conseguí bocados a base de buko (como se lo conoce en filipino), pero sin falta merengadas, gelatinas y helados que no decepcionaron a la hora de la «merienda», sí porque los locales toman la «merienda» entre almuerzo y cena, como Dios -o nuestra herencia- manda.

Ya de vuelta a Manila, intenté probar alguna cosilla más local y así terminé con un plato de carne mechada en la mesa. Supongo que era la verdadera definición de «mechada», porque nunca comí algo más reducido que esta especialidad de la casa. La sensación con cada mordisco era similar a la que experimentamos con el algodón de azúcar: se deshace en al entrar en contacto con la saliva dejando un gusto amelcochado, lo cual no resulta del todo agradable para cenar, así que completada la experiencia, salté hacia unos muslos de pollo fritos que, sin pena ni gloria, cumplieron la misión encomendada: llenar el estómago.

La mejor opción gastronómica de todo el viaje fue un restaurante con poco más de tres décadas en Malate, una zona de Manila que muestra vestigios de tiempos mejores y evidencias claras de decadencia. El Café Adriático, en la calle que le da el nombre, permite degustar de guisados a pastas, pasando por cafés y postres de coco sobre leche de búfalo, resultando, a juicio de esta humildísima opinión, un imperdible de la cocina filipina, o mejor dicho, en Filipinas.

PD: Debo fotos de mi autoría sobre la sección de pescadería del supermercado en Manila. Me sentía tan en casa en esta capital que no me atreví a sacar la cámara fotográfica del hotel. Superando esta falla técnica, les cuento que además de los ya clásicos camarones y langostinos dando sus pataleos de ahogados, o mejor dicho, de comprados; pululaban en las angostas peceras unas, completas desconocidas para mí, mantis de mar. Insertadas en botellas de plástico, no pueden más que dar estrechas vueltas de uno a otro extremo de su encierro hasta que algún cliente las elije como futuro bocadillo. El kilo se vende a casi 100 dólares.

Son introcidas en las botellas por un largo corte que hacen en cada plástico. Aunque no son criadas en las botellas, la imagen no deja de ser impresionante (Foto tomada de http://www.lemonylife.com)

3 respuestas hasta “Comiendo en tagalo”

  1. Luz Mely octubre 21, 2010 a 5:40 AM #

    Me pude reir con algunas de las historias y recordarte un poco. Un abrazo del otro lado del mundo o sea de tu tierra

  2. Fan # 4 (Erviejox) octubre 21, 2010 a 4:56 PM #

    Yummmmm! Ahora deberias hacer un reportaje sobre el dim sum en pekín!!!
    Muy interesantes tus cuentos, sigue así!!!

    • Paula Ramón octubre 21, 2010 a 5:39 PM #

      Gracias!!! ok! lo pongo en lista jejejeje Puedes creer que aún no me he comido una lumpia??? Gracias!!! Besos!!!!

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