Media hora. Es el tiempo aproximado que toma ir caminando de un extremo a otro de playa blanca en Boracay. Este pequeño pedazo de arena y mar abunda en atracciones turísticas más allá del oleaje calmo y los ocasos de acuarela.
Buscando a Nemo
Durante el día, las cristalinas aguas se abren como un vasto campo para admirar cuanta especie acuática viva por la zona. No escasean las escuelas de buceo ofreciendo planes para novatos, aprendices o experimentados. Con estaciones demarcadas en la isla, de acuerdo a las habilidades de cada turista, hay oportunidades para todo mundo, tanto que quien no quiera sumergirse en la experiencia submarina, podrá pertrecharse de un esnórquel y una máscara y flotar en busca de Nemo.
Para hartos temerosos de los dominios de Yemayá -como esta servidora- la oferta contempla un cursillo que bien podría llamarse «buceo for dummies«, que consiste en aprender lo más básico y esencial tal como respirar con el tanque, sacar el agua de la máscara, despresurizar los oídos y la infaltable señal para avisar que «algo no está funcionando bien», es decir, el «sáquenme de aquí!».
Observé varias publicidades de escuelas anunciando sus servicios en chino, japonés, coreano, inglés, filipino, alemán y hasta francés, pero, paradójicamente, en la otrora colonia española no alcancé a ver instrucciones en la lengua de Cervantes. Tomé la lección con un chico de Madrid tan experto como yo en el mar y en el inglés, y contra todo pronóstico, captamos el mensaje.
Terminada la amplia clase para cobardes inexpertos, el barco se adentra a la estación tres, justo sobre un coral a no más de diez metros de profundidad. No sé si el mayor logro de la jornada fue caer de espaldas al mar sin sufrir un paro cardíaco o completar la inmersión hasta estar de rodillas en la arena. Pasado el primer cuarto de hora comencé a sentirme flipper, y cómo no, si contaba con un paciente instructor que sólo me soltó para poderme lucir en la respectiva foto.
Al cabo de treinta minutos ya había visto estrellitas de mar y otros animalejitos coleteando sobre el coral, que según voces más experimentadas «estaba medio muerto». Para esta sirena (nótese la ironía a su máxima expresión) era todo un mundo nuevo de aventuras, tanto que confieso que una de las partes más complejas de la experiencia fue cuando me dieron una galleta para atraer a los pescadillos y engalanar así el escenario para la foto. El problema no fue el cardumen que se me abalanzó -cual pirañas a la caza de carne- sino que con el hambre que, para el momento yo tenía, en lo único que pude pensar fue cuanta frustración me producía que la clase no hubiese incluido el tip de «cómo entrarle a un bocadillo bajo el agua».
Como les dije, para aquellos con certificado de buceo la semana podía pasarse descubriendo las bondades submarinas, pero para quiénes no podíamos aventurarnos más allá de este coral, los comerciantes -amos y señores de la playa- disponían de paravelismo, velerismo, paseos en lancha por la isla y la clásica banana.
En tierra también era posible distraerse haciendo recorridos en motos o a pie por las montañas. Sin embargo, cuando caía la tarde era fácil concluir que la principal atracción terrestre era conquistar a una chica local, de preferencia una un par de décadas más joven. Para quiénes a esta altura estén pensando que el amor no tiene edad, estamos de acuerdo, mas el turismo sexual sí parece tener: no más de veinticinco.
Una de las postales que me llevé de Boracay fue la de extranjeros bien mayorcitos luciendo su «empate» local que, salvando las diferencias y las demostraciones afectuosas, pasaría por hija. Frases como «yo voy a pagar en efectivo» me dejaron tan impactada como la escena de un abuelito -por la edad, no por la ternura- agarrando el trasero de una muchachita mientras la subía en una mesa para exhibición pública.
Escuché a alguien comentar que los arreglos con estas chicas se hacían con antelación, al punto que las mozas esperaban a sus clientes en el aeropuerto. Verdad o mentira, conforme caían las horas, las imágenes eran más y más bizarras, y además de las «novias» aparentemente prepagadas, desfilaban otras y otros en busca de clientes.
Las noches en la playa terminan disputadas por los bares y discotecas de la zona. A no más de tres metros de la orilla los locales que en el día se distribuyen entre almuerzos y meriendas, con el atardecer comienzan a promocionar sus happy hours y sus espectáculos nocturnos.
…a ritmo de Queen
Sin apuntarme a las rumbas estruendosas repletas de adolescentes y de viejos verdes, eché un ojito involuntario a los artistas locales que animan cada noche con el mismo repertorio a los diferentes turistas. De Bryan Adams a Guns ‘N Roses, cualquier canción de los 80 o 90 que usted logre recordar era entonada en vivo y coreada por la audiencia.
No hay duda de que los más vitoreados eran unos metaleros -al menos en apariencia- llamados «The Boss». Tan famosos parecen que en Manila pude ver un afiche de unos presuntos imitadores que se presentan como «De Boss». Con larguísimas melenas, estos chicos iban de Queen a Iron Maiden con una facilidad y un histrionismo admirable.
El descubrimiento sonoro fue el clásico «Pretty Woman» en español y a ritmo de merengue. «Muchachita» rezaba el estribillo. De resto, la influencia anglo era realmente impresionante. No tengo forma de identificar alguna canción local, sólo puedo decirles que musicalmente hablando, cada noche para mí en el bar del hotel era una experiencia retro, no por la antigüedad registrada en la selección del DJ, sino porque el set me evocaba un viaje a mi infancia cuando escuchaba cada sábado a Iván Loscher con su ya legendario «Por todos estos años».
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