Domingo en la tarde. Las calles de Manila no ofrecen muchos atractivos turísticos. El escenario es similar a las peores zonas de nuestras capitales, y una caminata de apenas cinco minutos permite comprender porque todo mundo se agolpa en los centros comerciales. Sin embargo, durante el último día de la semana, mientras las mujeres compran en shoppings de enormes dimensiones y andares interminables, los hombres abrazan otra diversión: las peleas de gallos.
Lo crean o no, éste es el «deporte» preferido de los locales, que al parecer comparte niveles de sintonía con el básquet. No digo «sintonía» como una figura retórica o un eufemismo. Los filipinos no sólo asisten a las peleas de gallo, sino que también pueden disfrutar de ellas desde la comodidad de su hogar porque son transmitidas en vivo en televisión nacional o vía electrónica. Incluso, muy pronto los usuarios podrán hacer sus apuestas con apenas unos clics en el computador. Los incrédulos pueden corroborarlo en la web.
De cualquier manera, allí estaba yo, en el Pasay City Cockpit, el complejo más famoso de Manila para este absurdo espectáculo. Aunque me esperaba un corral con piso de tierra, el Pasay City Cockpit es un complejo cuya remodelación no supera los dos años, según me explicó uno de los Kristos («tomadores de apuestas» en criollo). La disposición del recinto asemeja en demasía a la de una arena de boxeo: un cuadrilátero al centro rodeado por gradas para los espectadores. El ring mantiene las dos esquinas que son utilizadas por los dueños de los gallos que deben enfrentarse, pero no posee cuerdas como fronteras, sino paredes de vidrio. Alguien me comentó que el sitio pertenecía al boxeador, e ídolo nacional de Filipinas, Manny Pacquiao, y quizás eso explique el diseño. Sin embargo, otro trabajador negó el chisme y regañó al compañero que se fue de boca contándome sobre los supuestos negocios alternos del campeón mundial.
El lugar se mantiene impecable, y está copado de hombres. Las únicas mujeres visibles son vendedoras de comida chatarra y chucherías que van de puesto en puesto, todas uniformadas con camisetas moradas.
El kristo me comentó que al día pueden realizar hasta setenta peleas, todas rápidas y fatales. En menos de dos minutos los animales se mutilan mutuamente ayudados por la daga de unos cinco centímetros que amarran en una de sus patas. Es una verdadera pena que aves de tal belleza sean criadas y sometidas a este fin. Afiches dan cuenta de que las peleas no son arbitrarias, en el lugar se realizan campeonatos nacionales e internacionales, y los calendarios están fijados con meses de antelación.
Previo a cada disputa, el alboroto alcanza niveles extraordinarios. El escándalo producido por las apuestas -todas verbales- termina asemejando a esas cortas escenas de la bolsa de valores que vemos en los segmentos de economía de los noticieros. Todo es tan rápido que se torna difícil entender quien apuesta que o a quien y cómo se entrega o recibe el dinero.
Al parecer con pocos clientes aquella tarde, el kristo tenía disposición de hablar, lo que me resultaba ideal puesto que no podía posar mis ojos en el cuadrilátero. Entre cuestión y cuestión, se anima a preguntarme de donde soy, y al decir «venezolana», él sonrió y, en medio de aquella -literal- gallera, dijo: Dayana Mendoza.
Concluida la experiencia sociológica, me lancé a la segunda atracción dominguera. Así llegué al Mall of Asia, el centro comercial más grande de la capital, y cómo saben en Manila de infraestructuras comerciales de grandes dimensiones. Para mi sorpresa, luego de ver a decenas de hombres apostando sin piedad sobre la vida de animales, me topé en el shopping con una máquina dispensadora de bolsas para recoger los desechos de los perros -la primera que veo en mi vida- en el área especial para llevar a las mascotas -la primera dentro de un mall que veo en mi vida.
Paradojas aparte, no pude dejar de pensar en cómo es que nuestras misses son tan famosas. Creo que resulta justo entender el fenómeno, o al menos tratar, después de tantas referencias a las reinas venezolanas. Confieso que fue toda una sorpresa para mí descubrir que Venezuela no es el país con mayor cantidad de títulos universales de la belleza. En medio de estas preguntas, me enteré que Estados Unidos suma una más en su placard, mas en la memoria de estas tierras, Venezuela, y no otro, es el país de las mujeres hermosas.
Qué efecto! Quizás que la coronación de Dayana Mendoza fuera en Asia podría explicar como semejante embajadora caló de manera tan significativa en un país tan distante del nuestro, pero cual fuera el caso, qué lástima medir sólo ciento sesenta centímetros y atentar así contra la imagen nacional que logramos por estos parajes. Por suerte en pocos días realizarán el Miss Mundo aquí en China, y será otra maracucha (pero de 1,78) quien tenga la oportunidad de seguir abonando a esta leyenda denominada “la belleza criolla”.
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