Los venezolanos son mundialmente famosos por su obsesión con la belleza. De hecho, podríamos afirmar que ya estamos en un estadio avanzado sobre el tema. La gente comenzó a saltarse el gimnasio y las dietas para tomar, con ansiedad enfermiza, el atajo al físico soñado: la cirugía.
Aquí el fenómeno podría estar comenzando. En revistas, las estaciones de metro y hasta en los taxis es común ver anuncios de rubias voluptuosas y de locales en atuendos atrevidos que invitan al bisturí para lograr curvas o «acomodar» los estragos del embarazo.
Mas, sin tener un posgrado en la materia, creo que aún no padecen la fiebre del silicón. Al ojo por ciento, pienso que están comenzando a ampliar sobre tendencias de moda, maquillaje y físico. La mayor parte del tiempo no celebro casi nada de lo que veo en las calles, pero aplaudo que no exista un perfecto dress code, y que la gente sienta libertad de echarse encima cuanto trapo cree divino.
El maquillaje resulta escaso, y la tendencia es a blanquear la piel. Imposible encontrar un bronceador o una crema con tonos dorados para la piel, las top seller son aquellas que sirven para clarificar aún más la ya bastante blanca tez de los asiáticos.
En cuanto al físico, abundan spas, casas de masajes y gimnasios. Los primeros prometen cambios drásticos en las medidas con anuncios poco certeros. Los segundos van desde prostíbulos disfrazados hasta verdaderos palacios del relax, pasando por la gama de los masajes «hechos por ciegos», dice la teoría que el masajista al no poder ver, desarrolla otros sentidos con mayor intensidad, en este caso se trata del sentido del tacto. Que si probé? que si puedo dar una opinión desde la práctica? no, me sigue resultando una promoción tan bizarra como el bar de Filipinas que se llamaba «La Casa de los Hobbits» y empleaba sólo a enanos para meseros. De los terceros va este post, de los gimnasios y sus asistentes.
Nunca fui a un gimnasio en Venezuela, bien sea por falta de tiempo o por creer que es imposible concentrarse en las rutinas con cincuenta pares de ojos escrutando desde la ropa hasta el porcentaje de grasa corporal en cada cuerpo. Creo que el gimnasio venezolano es para misses y misters, para quienes ya tienen todo hecho y van a lucirlo en tensas licras, no para quienes queremos cambiar gelatina por algo de músculo. Puedo estar equivocada, es sólo una apreciación carente de observación.
Entonces hablemos de lo observado. El gimnasio en Pekín. Rápido concluí que mi parte favorita es que, pese a que todo en este país es a grandes proporciones, el gimnasio siempre está casi vacío, o es muy grande o siempre voy en horario de oficina. Aunque las mujeres (de todas las edades) me dispensan miradas curiosas, no puedo sentenciar que sean minuciosos exámenes, más bien lo adjudico a lo peculiar que puede resultar mi estampa latina promedio (anchas caderas atrapadas en un envase de 1,59 de alto) al lado de estas delgadísimas figuras, que siguen flacas no importa cuanta harina coman.
Clases de pilates, baile, hip-hop, pesas, abdominales, muslos y traseros, de todo para endurecer cualquier parte del cuerpo. Animada por una vecina, intenté poner a prueba mi resistencia con una de tonificación general. Obvio que el resultado fue tres días de dolor en cada parte de mi ser, sobre todo porque a cada cambio de rutina, obedecí ciegamente a la instructora que me incitaba a aumentar el peso de la barra que no paré de levantar durante toda la hora de ejercicio. Podría asombrar que en una primera clase sean tan extremos, hasta que miras al lado y ves a una de las chicas cargando diez kilos en repeticiones de bíceps con una inmensa sonrisa en la cara.
Para recuperarme decidí continuar con las máquinas, ya saben, caminadoras, bicicletas y demás artilugios controlables sin instrucciones externas. Durante mi media hora de caminata diaria observo, además de comerciales de Tag Heuer, a ansiosos asistentes que lucen convencidos de que con unos minutos de lo que sea despertarán siendo Beyoncé o Edward Norton (en American History X), y entonces entiendo porque una chica alza diez kilos de peso para moldear sus bíceps. Los panas se suben a la caminadora, le meten la máxima velocidad, andan tres minutos y corren a la siguiente máquina, en la que van a repetir el procedimiento.
Ya vi a señores matarse tres segundos en los artefactos para hacer abdominales o correr durante dos minutos, al punto de trastabillar, en las caminadoras. Claro que hay excepciones, sin embargo, la mayoría dedica más minutos a bañarse, secarse el cabello y cambiarse de atuendo, que al ejercicio. Sin contar que es casi imposible verlos alejados del celular o evitando la conversa con el vecino. Incluso escuché de gente que ejercita unos minutos en traje para no perder tiempo antes de ir al trabajo.
Y mientras voy, cual Rocky, repitiéndome «no duele, no duele, carajo que sí duele», continúo convenciéndome de que en la China contemporánea el reloj corre a mayor prisa y la paciencia pareciera ser extirpada al nacer. Todo es rápido, todo es intenso, todo es express. Desde esta perspectiva, creo que no tardan mucho más en descubrir lo que a los venezolanos les (porque me excluyo de ésta) costó años: para qué trotar cuando puedes cortar y poner y quitar?, el bisturí es la panacea.
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