Debí aprender a leer hace unos 25 o 26 años. Como la mayor parte de mi infancia, no recuerdo ni una pizca de ese proceso, sólo tengo algunos trazos en mi memoria de mi mamá explicando a la maestra de primer grado que yo ya sabía leer y escribir. No sé cómo fue, qué fue lo primero que aprendí, si costó mucho trabajo ni como eran mis primeras grafías.
La cosa es que yo no tenía una mínima idea de cómo era esa sensación de cuando se está empezando a descifrar las primeras letras, a desentrañar las palabras y, claro, las oraciones. No la tenía, hasta ayer cuando comencé las clases de caracteres. Puede sonar increíble, pero demoré entre 3 y 5 minutos para entender una sentencia tan simple como «Un año es 365 días», así, «es 365 días», no «tiene 365 días». Imaginen lo que demoré para traducir y comprender «De estos cinco libros, éste es el que más me gusta».
Analfabeta, uno termina sintiéndose completamente analfabeta al enfrentarse al mundo de los trazos. Si el pinyin – sistema para escribir mandarín acorde a su fonética usando el alfabeto latino – es un verdadero desafío mental, reconocer y memorizar los primeros caracteres es una tarea desafiante que premia con la alegría de haber acertado el significado de una frase, así sea después de 15 minutos de emplear agudamente las neuronas para el menudo análisis. También acontece ese efecto de quien ve la luz de las letras: voy por la calle mirando con detenimiento para ver si en ese mundo de rayones reconozco alguna cosa con sentido para mi, porque esos rayones comienzan a tener sentido para mi (suena cursi, pero es verídico).
Es común escuchar a la profesora de mandarín intentando estimular a los alumnos con aquello de que la gramática es sencilla, fácil de digerir. Afirmación que no carece de certeza. A diferencia del español, donde la conjugación es un arte que ni los nativos muchas veces logramos dominar, el mandarín no tiene modificaciones en sus verbos. Los tiempos son marcados con algunas partículas o empleando adverbios o complementos temporales. No hay mayor precisión que el contexto de cada conversación, ni siquiera da para distinguir si se habla de una ella o de un él sin ayuda del preciado contexto, elemento indispensable para un diálogo fluido en este idioma.
La parte más difícil de aprender a hablar mandarín es la entonación, desde mi punto de vista, por supuesto. Con cuatro tonos y uno neutral, una misma palabra puede tener cinco significados que sólo serán diferenciados por el acento que se utilice. Y vaya que da trabajo aprender a pronunciar cuando se está acostumbrado sólo a la plana tilde que nos enseñan desde niños.
Volteando la situación, no es de sorprender que la gente vea con asombro cuando uno garabatea algunas palabras en español o inglés en una libreta, o que mientras estampamos en un comprobante de pago la inmensa firma personal que solemos tener, los siguientes en la fila de la caja se rían y susurren. Es la misma impresión que me genera verles escribir raudos y veloces esos trazos enigmáticos.
Hace días me reía de mi horno lleno de etiquetas para no confundir las funciones porque todo está en caracteres. Es comprensible que en China yo viva «Lost in translation», no estoy esperando que la línea blanca venga en cinco idiomas, pero mirando desde el otro lado el asunto, esta tarde reparé en que todas las caminadoras del gimnasio tienen los tableros en inglés. Así, cuando algún local no es bilingüe se ve incapacitado para resolver un problema del tipo «mensajito en la pantalla pidiendo que oprimas el botón rojo para anular el ciclo anterior». Estando en su país tienen que entender el alfabeto latino para poner a andar una caminadora. Como nadie puso etiquetas en las funciones, quienes no son angloparlantes observan y observan sin lograr comprender porque no pueden hacer funcionar la máquina como de costumbre, y luego de apretar sin lógica cuánta tecla encuentran, abandonan la misión o desconectan la máquina. Ya pensaron? en operar el control del televisor con todo escrito en caracteres? les juro que, a veces, hasta aumentar el volumen es una empresa dura.
Etiquetas aparte, en este cambio de perspectiva es fácil concluir que igualmente de complicado ha de resultar para ellos el dominio del inglés o del español como está siendo para mi el mandarín. Pero le echan pierna, y de tal manera que no son especímenes raros los que van por ahí incorporándose a puestos de trabajo o de formación académica que exigen como requisito parlar con fluidez otros idiomas. Ya incluso en una ocasión en el aeropuerto comenzamos a hablar tonterías en voz alta sobre la gente alrededor, como es costumbre, total «quién nos va a entender en español?», pues ni más ni menos que el pana de al lado que, muy pequinés él, entendía con claridad cada palabrita que salía de nuestras bocas.
La profesora de chino me cuenta que hizo sus pininos con la lengua de Cervantes -cuyo Don Quijote ya fue llevado al cine en versión chinesa- pero que lo abandonó debido a la complejidad, mas tiene como meta incluir el idioma en la formación de su hijo quien a los 4 años está creciendo en un mundo bilingüe: aprende sus primeras palabras en inglés y en mandarín.
Esta vía de aprender nuevas lenguas no luce para ellos como una mera actividad extracurricular, sino como una necesidad para quien quiere ampliarse horizontes, aunque la suya va siendo, de lejos, la lengua más hablada del mundo, como ya he dicho, en China las proporciones adquieren nuevos significados.
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