
Parada de autobus en la avenida Guanghua de Pekín
En materia de transporte urbano, andar en Pekín tiene sus conveniencias, mas si antes se anduvo por Caracas, la caótica capital venezolana, como fue mi caso. Es un tema variopinto, no hay que dejar de lado que aquí, día a día, más de 20 millones de personas se mueven entre los cinco anillos que marcan a la ciudad desde Tiananmen hacia las afueras. Sentirse solo deriva en un asunto mental.
El sistema de metro cruza de este a oeste la ciudad y despliega sus ramales cual epidemia colorida sobre el circular mapa pequinés. Es una alternativa económica: sólo 2 RMB (0,32 USD) para concretar cualquier ruta, no importa la distancia. La excepción es el tren expreso hacia el aeropuerto que de ida o vuelta cuesta 25 RMB (3,97 USD). Vale la pena pagar puesto que el trecho que cubre sin paradas ni tránsito se pagaría en un taxi por no menos del doble.
El asunto está en los detalles. Conseguir un asiento en los vagones que cruzan la línea 1 del sistema es un desafío que exige rapidez, poca cortesía y un toque de sexto sentido para reconocer en miradas cansadas o ansiosas que la parada ha llegado y están próximos a levantarse. Siempre repleta de personas que todavía no entienden la ley básica del asunto: dejar salir para poder entrar. Es una máxima que los pasajeros van a intentar entrar mientras varios desesperados empujan por salir. Ya vi gente caer, golpeé y fui golpeada, y no, nadie se inmuta, es normal.
Las transferencias no son aptas para personas claustrofóbicas, mas si hablamos de horas pico cuando ni siquiera es posible tener un campo de visión despejado a un metro de distancia, «vacas al matadero» es una figura literal en esos momentos.
Un día, tarde para un encuentro, aproveché mis 20 minutos de metro -porque eso sí, un retraso es más improbable que una silla vacía a las 9 de la mañana- para maquillarme ligeramente. Mis compañeros de ruta me obsequiaron con miradas de total asombro, como si estuviesen en un capítulo de la dimensión desconocida viendo al hombrecito verde que come los cables del ala del avión. Reacción desmesurada podría yo pensar luego de ver a un niño de unos 3 años orinando en el piso del vagón sin despertar la menor curiosidad. La madre limpió el «desastre» con una toalla que volvió a colocar en su bolsa, y nadie paró de conversar, textear o jugar en los dispositivos táctiles.
El autobús no es de mis favoritos. Nada especial contra China, es sólo un asunto personal, hace años que tomé aprehensión contra los autobuses. Centenas de rutas cubiertas por autobuses dobles sacuden el pavimento de Pekín cada día. Ninguno vacío, ninguno sin pasajeros en las miles de paradas distribuidas por la ciudad. El 338, 441, 326, totales anónimos para mi distinguibles a distancia por un parlante que emite una melodía repetitiva de funcionario que pide hacerse a un lado. Choferes rápidos y furiosos. Siempre dudo que van a frenar, porque en Pekín «la derecha tiene vía libre» significa eso, libre, no hay que detenerse para ver a los lados ni frenar si un peatón cruza el rayado, es libre.
Los taxis son baratos. Los primeros tres kilómetros cuestan poco más de un dólar y con taximetro encendido resulta difícil no caer en la tentación. Es eso lo que ha hecho que cada día escaseen más y más, y siendo extranjero, algunos choferes seguirán de largo aunque pongas cara de gato con botas. El tráfico tampoco es motivante. Miles de carros han salido a las calles a diario en los últimos años. Algunas trancas e incomprensiones de un país que aprende a manejar pueden dificultar aún más la situación.
Mototaxis? los tenemos. No son propiamente motos, pero si taxis. Mini carritos de metal que no dan abasto para más de dos personas avanzan en medio de bicicletas y motos, y los más osados, entre carros y autobuses. Una vez más se impone la regla de la economía básica en estos lares: cara de laowai (extranjero) y pagas más. Pero ver la cara de conductores invadidos por la frustración mientras tú te mueves a una velocidad nada despreciable de 40 kilómetros por hora es de esas cosas que no tienen precio, cierto? Para todo lo demás existe… una bicicleta, de preferencia con motor.
Lo que más me gusta es que todavía quede un país donde ir en transporte público suponga toda una aventura 🙂
Y vaya que es una aventura 😉