Unos días atrás, cuando salía en la bici hacia el gimnasio, distinguí en la calle del frente de mi edificio un tumulto de personas, no más de 5 u 8 chicos sosteniendo una pancarta y gritando algunas consignas que, sumando la distancia y mi carente chino, no lograba descifrar.
El evento habría pasado inadvertido de no ser porque unos días atrás había echado un ojo al balance anual de Human Rights Watch en su capítulo China. Me llamó la atención de que hablaran de un estimado de 200 a 250 protestas diarias con participación de ciudadanos, como un hecho que evidencia el progresivo cambio de la sociedad frente a problemas diarios como corrupción, abuso de poder y mejoras económicas.
Como se puede sacar al periodista del periódico, pero no al periódico del periodista, pedaleé tras ellos soñado con que pudiese tratarse de una protesta a punto de disolverse. Todos iban uniformados, así que «son de alguna empresa y exigen arreglos salariales» – deliré. Enceguecida por la ambición de toparme con algo más difícil de presenciar que el Monte Fuji en días nublados, no reparé en que el color del uniforme era violeta (inusual). No escuchaba nada con claridad, mientras más me acercaba menos intentaba descifrar los gritos, sólo quería llegar al frente y ver de qué se trataba.
Para pesar de Julio César, vine, vi pero no vencí. Sus camisetas planchadas y sus peinados de altura (por el tamaño, más que por el estilo) iban en sintonía con espléndidas sonrisas. Nada de caras largas, nada de furia en el andar, nada de reclamos, sólo una cordial invitación para ir a la nueva peluquería del vecindario.
Y para justificar mi pedaleada, imbuida por delirios de Luisa Lane, tomé una foto y, a falta de noticia, escribí este post.
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