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Una lección llamada Hot Pot

28 Jun

Para quién se anime a innovar en casa en una cena o almuerzo grupal y exótico, el asunto es sencillo, sólo disponga de un caldero, agua, especias y las carnes y vegetales que querrá ir colocando adentro. La olla al centro de la mesa y palillos para todo mundo serán suficientes para mantener a la visita hablando toda la velada

Mi habilidad con los palillos era inexistente cuando llegué a Pekín. Sólo dos veces antes había intentado en ocasiones de sushi con mis amigas en la Caracas de culinaria cosmopolita. Nunca me preocupó adquirir esa destreza, jamás pensé que podría ser mi día a día en algún momento.

Recuerdo los primeros días en China con la vivacidad del que se esfuerza por no olvidar. Todo era nuevo, frío y gris. A ratos más gris, a otros más frío, siempre más nuevo. Mis primeras tres comidas fueron occidentalizadas a punta de tenedor y cuchillo. Pero el momento de la verdad no demoraría: mi enfrentamiento inicial con los palillos fue en un restaurante de franquicia, una suerte de comida rápida a la Chinese way.

Con una decoración predominantemente anaranjada, no había mesas para los comensales sino una disposición de varias barras. Cada silla tenía frente así una hornilla eléctrica empotrada en la barra. El menú completamente en chino -recientemente pude comprobar que ahora no sólo también está en inglés sino que además tiene dibujos- y varias mesoneras esperando las disposiciones de estos foráneos clientes sin idea de qué hacer. Miras a un lado, miras al otro, y todo mundo come plácido, sin distracciones, bajo un patrón tan invariable que lo único que se te ocurre es señalar al vecino y decir «that, that«.

No funciona, nadie habla inglés ese día. Truco dos del que quiere comer y no consigue comunicarse: poner el dedo índice en cualquier lugar del menú. Alguna cosa traerán. Allí encienden las hornillas colocan una olla pequeña, agua y especias. Traen una bandeja con vegetales y otra con carne cruda. «Ahhh pedí carne y vegetales, nada mal!«. Luego traen un sobre con una pasta color marrón. Los vecinos tienen esa pasta dentro de su tazón para comer. Los vecinos lanzan todas las cositas dentro de la olla que hierve sin contemplación. En pleno hervor sacan los vegetales, el tofu y las carnes, dan una breve pasada por la pasta marrón y a la boca.

Suena fácil, parece fácil, debe ser fácil. Allí la realidad me golpea: no sé, siquiera, tomar los palillos. Lanzar la comida dentro de la olla es fácil, lo hago con las manos dada mi incapacidad, pero sacarla? cómo? Hago señas, intento pedir un tenedor pero sólo obtengo respuestas negativas, y es que en ese mundo de calderos, quién espera un tenedor?

Querer comer, tener la comida y no poder es, de lejos, una frustración. Nadie voltea a verte, cada quien está en su plato, pero es inevitable sentir que los ojos se posan sobre tu inutilidad. Mientras más me esforcé aquél día menos pude agarrar al menos una lechuga. No comí. Ni un bocado.

Días después sabría que estaba frente a un Hot Pot, esa especialidad de la sureña Chongqing que alguna vez fuera un plato para sobrevivientes y hoy constituye un sello culinario.

Aunque en su provincia originaria es mandato comerlo picante, en la Pekín que transitamos el spicy es una alternativa. También es posible encontrar ollas divididas internamente para hacer complacer a paladares de gustos diversos. De hecho, hay tantas variaciones en el plato que mi tercera experiencia con la «olla caliente» puede hasta calificarse de cocina-fusión-contemporánea.

La interminable barra zigzagueaba por todo el restaurante sirviendo de contorno a un «tren» de comida. Al más puro estilo de estos bares de sushi donde los platos desfilan en un andar ininterrumpido, hongos, tofu, pastas, lechugas, tomates, huevos y demás, rodaban continuamente para que -con pinzas en mano- los comensales escogieran que ir colocando en sus ollas hervorosas. Las carnes se piden al entrar y son servidas directamente por persona. Una decena de aderezos esperaban en una mesa para armar la mezcla de tu preferencia en el plato. Hasta bizcochos dulces tenían espacio entre los vegetales y los espaguetis de arroz. Repito, era una suerte de cocina-fusión-contemporánea.

La segunda experiencia fue más tradicional. Contaba cerca de un mes en la ciudad y siguiendo la recomendación de una revista, armada con la foto de la fachada, terminé en un pequeñísimo restaurante de un hutong en el que -a juzgar por las miradas de los locales- hacía rato no entraba un extranjero. No había menú, nadie hablaba una palabra inteligible para mi, así que la segunda foto de la revista -con la sugerencia de carne de cordero- fue la salvación. Bastó señalar para que, entre risas, comenzaran los preparativos del fogón. Ese día no resbalaron los palillos ni tuve que irme con el estómago en crisis. Ese día me gradué en la escuela de los palillos, aquella a la que tan rezagadamente me había anotado.