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Punto Fijo

22 Feb

De los carnavales de mi infancia sólo recuerdo la sensación de pavor que me producía asomarme a la calle por miedo a ser bañada con las tradicionales bombas de agua que eran la diversión de la época.

Uno de mis hermanos solía armar un arsenal de bombas para que, juntos, mojáramos a cuanto carro o transeúnte pasara por el frente. Él era todo un estratega. Preparaba un recipiente grande con un poco de agua (para que las bombas no estallaran al rozar) y colocaba unos 20 o 30 globos. Luego nos sentábamos en un punto ciego para evitar ser descubiertos y empezaba la descarga. Nuestro mayor susto fue al asertar en una patrulla policial que no vaciló en detenerse unos segundos para ver si descubría a su infantil atacante. Obvio que no éramos los únicos de la cuadra, por eso que cuando un día, camino a la panadería, me echaron encima toda una garrafa de agua no pude más que suspirar e ir por un cambio de ropa.

Esta práctica, tan poco ecológica, pasó a la historia con la adultez. Los carnavales comenzaron a ser más insípidos, por lo general sólo fechas para parar de todo un par de días, nunca para lanzarme a la playa con otras 550 mil personas. Ya en la era laboral, el asueto carnestolendo – dándole un toque periodístico al asunto – era la oportunidad perfecta de asegurarse unos días libres en la pascua, gracias a la matemática del sistema de guardias que el diarismo impone a todos quiénes escogemos este trabajo sin pausa.

Solía bromear, con esa expresión venezolana, diciendo que en los carnavales iba a Punto Fijo (localidad no ficticia en nuestra geografía nacional con giro semántico de inmovilidad), y no me molestaba no hacer parte de la fiesta del Rey Momo. Pero ahora pienso que quizás era porque sí participaba, de forma tácita, del ambiente de disfraces, agua, globos y serpentinas. Vamos a estar claros, no seremos Brasil, pero como nos gusta una pachanga en el Caribe.

En China, en estas fechas, no hay carnavales, asuetos, fantasías, disfraces o serpentinas. Aún no hay, siquiera, un ligero movimiento de imitación para mimetizarse con occidente como si acontece con el Halloween americano, tradición que se está arraigando de tal manera que ya existen bares que realizan su preventa de entradas con la antelación necesaria para lidiar con multitudes de forma organizada.

A pesar de haber por estos lares un creciente enamoramiento con Brasil que se refleja en clases de samba y grupos de capoeira, kilos de lentejuelas en el dress code diario y dorados por doquier, el Rey Momo – a diferencia de las calabazas, brujas y esqueletos- no ha conseguido aún aterrizar aquí en la China.

Desconozco las razones, ambas fiestas exigen disfraces y fantasías, acéptemoslo que el Carnaval es más alegre que la noche de los muertos, y esas garotas bailando semi desnudas pueden resultar, de lejos, más sexys  que las improvisadas brujas o enfermeras góticas. Quizás sea que los latinoamericanos estamos reprobados en marketing, o tal vez que el rey Momo prefiera ir cada febrero a su Punto Fijo.

Para lidiar con el fuego del Dragón

25 Ene

Y sí, que no es novedad, que todo mundo ya está enterado de que en China ya cayó la última hoja del calendario y que los conejos se han vuelto a la cueva para dejar a los dragones hacerse con la suerte de esta nueva época. Pero que mejor momento que éste para desempolvar un poco por aquí, tirar los tejidos de las arañas virtuales y actualizar el espacio?

Todos usamos el año nuevo como punto de comienzo o de re comienzo, y qué chance la mía de tener dos seguidos -espaciados por unas tres semanas- para comenzar y re comenzar.

La visita a casa – o a casas, porque con tanta mudanza sólo se ganan más casas- me mantuvo ausente del teclado, y obvio de la cotidianidad pequinesa. Sin embargo, durante mi estadía por el trópico, seguí el avance del invierno sólo que a través de un widget.

Ya en la vuelta, me atrapa la sensación de que mi líquido corporal se quedó en el aeropuerto junto con mi tarjeta de inmigración. Kilos de crema y litros de agua no evitan que mi piel -hecha en humedades- sufra los quebrantos de la aridez que rige la época por estos lados.

Volví a China con el año nuevo. Como en cualquier capital inundada de inmigrantes que en tiempos de fiestas vuelven a casa, amplias calles vacías me dieron la bienvenida.

Una falsa ilusión me hizo creer que a dos días de regresar, el huso horario no me estaba afectando los sentidos. Desperté en seco a las 7 de la mañana y me mantuve en pie hasta las 4 de la tarde cuando sucumbí en el sofá para una «siestita» de media hora. Dos horas después dormía con la profundidad de quien trasnochó y con la complicidad del atardecer tempranero de los días invernales.

Ahora contemplo el rezago de los fuegos artificiales que continúan ardiendo en la ciudad para garantizar los buenos augurios durante el año del Dragón. «Rezago» es, lo menos, una licencia poética que me tomo para englobar a explosiones ininterrumpidas y simultáneas que hacen imposible obviar la fecha.

Los bombardeos y colores menguarán con la semana y el próximo lunes la rutina en Pekín no olerá ni sonará más a pólvora. Mientras tanto, como precaución, y para controlar los excesos que pueda ocasionar el desmedido fuego del Dragón, los extintores aportan otro toque rojo en algunos lugares de la ciudad.

No quise usar otro video de fuegos artificiales, y menos lanzarme una de foto. Preferí la coreografía de extintores que, a uno por metro, dan cuenta de las proporciones del fuego del Dragón

Crisis de identidad

31 Oct

No tengo recuerdo alguno de fiesta de Halloween en mi infancia. Mi impresión es que la Venezuela de entonces no comulgaba mucho con la fiesta de las calabazas -que para nosotros fueron introducidas como auyamas. Así que a diferencia de cuanto ocurre en estos días, en mi época, las brujas y diablos sólo desandaban en Carnaval.

En la China contemporánea, el Halloween invade cada esquina de Beijing, en especial las esquinas de las caudalosas zonas de bares. Calabazas más o menos, los circuitos nocturnos de la capital se arman con una programación de fin de semana para atraer a vampiros, brujas, diablos y otras fantasías.

Siguiendo la invitación de un par de amigas, opté por ir a la que se autopromocionó como la mejor fiesta de fantasías del año en Pekín. La Yen Fetish Party anunciaba tanta asistencia que las entradas debían comprarse en pre-venta. Como la improvisación venezolana es un caso digno de estudio, llamé para preguntar si podía comprar un tique en la puerta del local. La respuesta no pudo ser más bizarra: sobre la fecha sólo era posible obtener los pases en una taquilla improvisada cerca del local a las 9 de la noche o a la 1 de la mañana. Por qué? supongo que siendo Halloween, los organizadores decidieron disfrazarse de burócratas.

El lugar escogido para el evento fue una galería que forma parte de uno de los complejos más conocidos del distrito de arte 798. La antigua factoría, casi siempre transitada durante el día, se volvió el viernes en la noche un punto de encuentro para enfermeras, sirenas, brujas, policías, vampiros, mariposas, hadas, monstruos y algunos menos elaborados que apenas se colocaron encima unas batas de baño.

La consigna parecía ser «larga vida al glitter«. Una vez más la idiosincrasia criolla se impuso y usé mi precario mandarín para conseguir una entrada vía express, es decir, saltándome la cola. Tras la maravillosa hazaña -que también me evitó morir de congelamiento gracias a los 8 grados de la noche- entramos a la fiesta.

Imaginen un galpón con techos altos y paredes carentes de otro adorno que no fuese pintura blanca. Luces para encandilar y un DJ con monotonía musical. Tridentes sin dueño rodaban por el suelo y hacerse con una cerveza caliente requería grandes cuotas de esfuerzo.

Mi único disfraz era un par de orejitas de fieltro que una amiga me llevó, de forma solidaria, para que no desentonara tanto en la parranda concurrida por la Mujer Maravilla, Hannibal Lecter, algunos zombies, mucamas francesas y Blancanieves.

Mientras pululaba entre pelucas, cuero sintético, coloretes, sombrero y escarcha, un chino se acercó a preguntarme, en perfecto inglés, de qué eran mis orejas. Obvio, le dije que no tenía idea, a lo cual él, tajante y con rostro transfigurado, respondió:

– My dear, I think you suffer an identity crisis.