Exámenes de chino, bloqueo sistemático de Internet, trámites burocráticos, un nuevo cachorrito en casa, compras de última hora y la preparación de la mudanza me mantuvieron alejada de este espacio. No relate como habría querido mis últimos días en China. En realidad, las cosas bizarras que tanto llamaban mi atención al comienzo de mi estadía no lo eran más (curioso, si contamos que horas antes de partir al aeropuerto vi una llama (sí, el animal) paseando por el shopping más hip de la capital).
Una amiga contaba unos días atrás que la experiencia China es similar a un masaje: duele al comienzo pero luego quedas con la sensación de que valió la pena. Y sí, vale la pena. Tres años no son suficientes para entender mucho, mucho menos para dar cátedra, pero son útiles para reconocer lo mucho que ignoramos al no mirar a ese lado del mundo que transcurre en caracteres.
Solemos resumir nuestros viajes contando lo aprendido. Es un resumen que no consigo hacer con claridad, no me siento la misma persona que salió de Caracas con dos maletas un abril cualquiera, y no lo digo porque regresara con tres maletas, dos perros y cinco kilos a más.
Nos gusta contar. En números todo se comprende mejor. También conté las horas de vuelo, los lugares que conocí y los caracteres que aprendí. Pero no pude contabilizar las botellas de vino, los platos que cociné, los amigos, ni las horas que pasé en el mundo virtual intentando matar nostalgias.
Salí de Pekín el sábado pasado. La semana pasada era mi casa, hoy es una ciudad lejana.
Todo viaje cambia. Todo viaje moldea. Cuando llegué a China no sabía decir «hola» en mandarín. No sólo aprendí a despedirme en lengua local, sino también a saludar a mi nuevo destino en su propio idioma. Zaijian China, Oi Brasil.